A modo de introducción: Las pestes del siglo XVI en Castilla
Aunque la llamada “peste negra y bubónica” es la más conocida por sus estragos mortíferos ocasionados en el siglo XIV, no es menos cierto que a lo largo de los siglos XVI y XVII, pestes y malas cosechas produjeron grandes mortandades. En concreto, la epidemia que entró por los puertos de Levante, en 1558, avanzó poco a poco hasta ir arrasando gran parte de las poblaciones del interior. El caso de Burgos es paradigmático. En 1565, cuando los signos de la peste eran sumamente evidentes entre la población, las autoridades miraron hacia otro lado, intentando enviar una imagen de “aquí no pasa nada”, anteponiendo sus preocupaciones económicas y su comercio por encima de la salud de sus gobernados. Pero la peste entró, ¡y de qué manera! Hasta el punto que los propios miembros de su Gobierno abandonaron la ciudad. Cuando se reconoció la enfermedad ya era demasiado tarde1.
1 “Las epidemias de la historia en Burgos”. https://www.burgos conecta.es [Consulta 4 enero 2022]
La peste de 1599. Remedios para los más desfavorecidos en la villa de Buitrago y su tierra
Y la peste regresó nuevamente al final del siglo XVI. No sólo los burgaleses volverían a ser azotados. En relación a este nuevo brote, Francisco Javier Mosácula considera acertada la cifra que propuso Diego de Colmenares, al estimarse en 12.000 muertes solo
en la ciudad de Segovia y sus arrabales. Ahora, a finales de 1596, el mal entró por el Cantábrico, a través de un barco procedente de Dunkerke (Francia), que transportaba telas, sábanas…, si bien no se sabe si la peste venía entre los enfermos o con las pulgas entre las sábanas. Aunque en un principio, la climatología con temperaturas extremas no fue momentáneamente favorable, lo cierto es que durante la primavera de 1599 comenzó a propagarse rápidamente por las rutas de Palencia, Valladolid y Burgos2.
2 https://www.elnortedecastilla.es. [Consulta 3 enero 2022]
3 Los datos se han tomado del Archivo Histórico Nacional. Nobleza. Sección Osuna. Caja 1649. Publicado en el libro de Matías Fernández García: Buitrago y su tierra. (Algunas notas históricas). 1980, pp. 312-315.
En el caso de Buitrago y su tierra, el Duque del Infantado, como Señor de la misma, ordenó el reparto de 300 ducados y 50 fanegas de trigo, como limosna para los pobres, además de poner en marcha una serie de medidas para evitar su propagación3. El encargado de repartir dicha limosna, proporcionalmente entre los pobres enfermos, correspondió a su Mayordomo, Pero Castaño de Corral. Otros personajes destacados fueron el Teniente corregidor y alguacil mayor de la Villa de Buitrago, Juan Álvarez de Figueroa, junto con el médico Mores, también de la misma villa, quienes deberían visitar, junto con el cura, a los enfermos de cada uno de dichos lugares, previa certificación de su pobreza.
Pero muchos enfermos comenzaron a abandonar sus casas, con el peligro que ello suponía para la propagación de la enfermedad. De ahí que, una primera medida consistió en evitar su abandono, dando la orden de curarles por caridad y gratificándose por dicho trabajo, si fuera necesario, a costa de los 300 ducados. Precisamente, un problema añadido era la falta de higiene, como consecuencia de la pobreza de las viviendas: “de ordinario los aposentos donde duermen los labradores son cerrados y sin ventanas y conviene que los aposentos donde estuvieren los enfermos tengan ventanas al setentrión o al oriente, y que si no las tienen que se abran, y que por las mañanas se abran un rato para que entre el aire y limpie los vapores y mal anélito que en los apossentos hubiere, y que estos se haga algunas veces al día, y que en ellos entre poca gente, procurando no recibir por boca ni por las narices el anélito que en el aposento hubiere del enfermo…”.
Para hacer los repartos, el mayordomo debía enviar al cura con el dinero y el trigo que le pareciera necesario, en función y en cantidad de lo ordenado por el licenciado Vines de Arboleda, Corregidor de Buitrago, y el doctor Gil Coronel, Rector del hospital de dicha villa. Así, y por orden del dicho médico, el cura repartía las aves, carnero y el pan necesario. Si por alguna razón no podía asistir el sacerdote, debería encargarse de ello el alcalde o regidor del lugar “que se entendiere lo hará con más cuidado y caridad”, anotando rigurosamente los correspondientes gastos.
Para mejorar el abastecimiento de las medicinas más apropiadas para la curación, el boticario de Buitrago dispondría de un criado en una de las aldeas que ofreciera mayor
comodidad a los enfermos, cobrando a quienes pudieran abonarlas, y entregándose gratuitamente a los más pobres; bastando para ello la receta médica y la certificación del sacerdote del lugar, que aseguraba su estado de pobreza. Una caridad asistencial que se complementaba con la entrega de dos arrobas de azúcar, dos arrobas de pasas, otras dos de almendras, 200 naranjas dulces, otras 200 agrias, 200 limones y 24 panes de bizcochos, además de algún que otro regalo.
Un aspecto a tener en cuenta es que entre los enfermos los había que no se encontraban en extrema pobreza, por lo que disponían de medios para sus necesidades más prioritarias. Sin embargo rechazaban ser curados, por ello la orden es que éstos lo tenían que hacer a su costa, y en caso de negarse, las medidas ducales prohibían que se relacionaran con el resto de los vecinos del lugar.
El médico tenía la obligación de comprobar la existencia de medicinas necesarias en las boticas de Buitrago, para su distribución en la botica que debería establecerse fuera de la villa. No obstante, los cuidadores de los enfermos estaban exentos de ir a la botica o a la tienda de suministros, no solo por la necesidad de estar presentes con los enfermos, sino “por el daño que con la ropa que llevan puedan hacer”, evitando así la propagación de la enfermedad. Por ello, en cada lugar, se designaría a una persona “diligente y de recaudo”, como intermediaria entre los curanderos y el suministro de las medicinas.
También los barberos cobrarían un protagonismo destacado en las medidas sanitarias a tomar, al tener que acompañar al médico durante las visitas para practicar las sangrías y los remedios que éste le encomendase. En caso de no haber barberos, quedaban facultados para ello los de la villa de Buitrago.
Otro aspecto sanitario a destacar fue la adopción de las medidas higiénicas que había que tomar para evitar los contagios con las ropas. Así, el boticario, al regresar nuevamente a Buitrago, y para evitar la propagación del mal “se le ordenará que asista en la parte y lugar que estuviere la votica, y que por ahora no entre en Buitrago, ni en los demás lugares a donde hay enfermos, porque aunque a él no se le pegue el mal, por el recato y cuidado y defensivos de caridad con los que a de tocar y tratar, será cosa posible pegarse el mal anélito de los enfermos a su ropa y hacer daño con ella a otros”. Por esa misma razón el médico debería también poner especial cuidado en su vestimenta, debiendo llevar, según la orden dada: “sobresayo de voçaicin largo que le cubra las calças hasta las botas o ropilla corta y sobrecalças hasta las botas o ropilla corta y sobrecalças de vocaiçin y fieltro o capa de cosa que no tenga pelo”. De manera que, a su regreso a Buitrago, en la primera de las casas estaba obligado a desprenderse de su vestimenta, aireándola, para volver a ponérsela nuevamente en las posteriores visitas.
Así mismo, si los contagios se sucedían, convenía fijar en cada lugar una buena casa para agrupar a todos los enfermos, con personal para su mejor atención y curación, prestando también especial atención a la recogida de las ropas de los enfermos y
quemándola, en caso de fallecimiento. La casa debería ubicarse en lugar apartado, en la periferia del caserío, convenientemente en el septentrión.
Uno de los accesos a Buitrago del Lozoya, en la actualidad
Hay que tener en cuenta que la distancia entre las poblaciones suponía una dificultad añadida para la asistencia presencial a los enfermos, por lo que médico y barbero quedaban exentos de practicar su visita diaria. Así mismo, si los curas de dichos lugares, por enfermedad u otra razón, no podían acudir al consuelo de los enfermos y a la necesidad de la administración de los Sacramentos, se solicitaba la cooperación de los guardianes de los conventos del monasterio de san Francisco, de Torrelaguna, y de San Antonio, en La Cabrera, para que procedieran a la autorización de las visitas a sus religiosos.
Finalmente, se consideraba que, dado que el doctor Mores no estaba obligado a curar a los enfermos, el Mayordomo debía extenderle una gratificación por sus visitas, y en caso de obligarse a ello, debería hacérsele alguna consideración, en función de lo que estimasen el Corregidor y el Rector, además de la gratitud del mismísimo Duque del Infantado; consultando, si fuera menester, los conocimientos de los médicos Avantós y Luna, éste último médico del Duque, como hombres doctos y de mucha experiencia en estos remedios.
¡Cuídate! ¡Cuídales!