Ocurrió en Cabanillas de la Sierra, Madrid, un caluroso día de finales de Julio de 1936. Los españoles ya nos habíamos echado al monte y a la yugular, unos contra otros, días atrás, con el estallido de una guerra abierta, sin cuartel. La primera batalla real de aquellos primeros días de enfrentamientos y hazañas bélicas tuvo lugar en Somosierra, enclave vital (junto con el Alto del León) para cualquiera de los dos bandos. Para los sublevados, era garantía de mantener seguras las ciudades castellanas al norte del Sistema Central, adheridas a su causa desde el primer momento, pues su pérdida traería consigo la derrota total. Para la República suponía, nada menos, que garantizar la posesión de la capital, Madrid, pues por el Sur, las tropas nacionales andaban aún con el quebradero de cabeza del paso del Estrecho.
En el escenario que nos ocupa, la Sierra Norte madrileña, zona republicana del frente de Somosierra, los sucesos pueden resumirse de la siguiente manera:
Durante las jornadas del 18 y 19 de Julio se produce el primer intento de tomar Somosierra por voluntarios del bando sublevado (monárquicos en este caso concreto) que es abortado al ser descubiertos por gentes de Buitrago. Se produce un espeluznante tiroteo en el interior del túnel de las obras del ferrocarril Madrid –Burgos, llevando los frentepopulistas la mejor parte.
Días después, reaparecen los sublevados con una columna mixta formada por tropas afines del Ejército, falangistas y carlistas, al mando del coronel Gistau, que intenta hacerse con el alto de Somosierra, siendo derrotados en la ascensión al puerto, gracias a la intervención de la aviación gubernamental (los sublevados no disponían de apoyo aéreo efectivo al estar casi todo el disponible en el Estrecho) blindados y artillería de montaña, consiguiendo hacerles retroceder hasta Cerezo de Abajo, donde instalan su cuartel general. Habían cometido el error de plantear la campaña como un paseo militar, sin cubrir adecuadamente los flancos, pagando muy caro el exceso de confianza.
El general Mola, entonces al mando del ejército sublevado (Franco no lo fue hasta el 1 de Octubre) toma cartas en elasunto y sustituye a Gistau por García Escámez, coronel de gran energía y capacidades tácticas. Con muy pocos medios y evidente arrojo, copan los flancos, especialmente el Alto de la Cebollera, y se hacen con el puerto el día 25 de Julio, provocando la desbandada en las tropas enemigas.
Sin embargo, a la altura de Piñuécar, cerca de Buitrago, han de detener su avance ante la enconada defensa de los partidarios de la República, que también hacen gala de valor y heroísmo. Es ahí donde se establece el frente, que apenas cambiará durante el conflicto.
El Gobierno de la República designa al general Bernal como jefe del sector y forma un grupo de ingenieros y expertos al mando de Julián Diamante, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, para diseñar la línea defensiva, estableciéndose una segunda línea de frente a la altura de Lozoyuela, con numerosos fortines de artillería, refugios, trincheras, etc. Allí se encuentran descansando durante la hora de comer cuando ocurren los siguientes sucesos, en palabras del propio Julián Diamante:
“Llegó sofocado uno de los jefes del grupo, que modestamente se había prendido unos galones de sargento, casi sin aliento, nos dijo que nos atacaban desde Cabanillas de la Sierra, o sea por la retaguardia”.
Es decir, que pensaron, con toda lógica, que las tropas de García Escámez les habían copado, rompiendo el frente, tomando Cabanillas y quedando el acceso a Madrid sin otra barrera defensiva que los arrabales de la propia ciudad. Sin embargo, el motivo de la refriega era otro bien distinto, tal como nos sigue contando Julián Diamante en sus memorias:
“...aquella mañana nuestros hombres habían encontrado un toro y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le habían dado muerte entregándolo seguidamente a los cocineros para mejorar el rancho; los vecinos de Cabanillas, que eran los dueños de la res, habían tomado los fusiles que también se habían enviado a aquel término municipal, y empuñándolos venían sobre La Cabrera disparando a diestro y siniestro dispuestos a tomar fiera venganza del desafuero”.
Nos podemos imaginar la confusión que aquello ocasionó en el mando republicano. Cundió la alarma y el nerviosismo, poniendo el frente patas arriba. Un frente que, a pesar de los esfuerzos del mando, estaba salpicado de grupos espontáneos, formados por miembros de los comités, sindicatos o grupos de lo más heterogéneo que se sumaban a la defensa siguiendo su propio criterio. En el bando contrario, citando a los alféreces de complemento Rafael García Serrano (autor de La Fiel Infantería,Premio Nacional de Narrativa, 1943) y a José Ramón Gavilán en sus Memorias(llegó a general y fue Jefe de la Casa Militar del Caudillo en los últimos años del franquismo) se hace también constancia del entusiasmo de los voluntarios de su propio bando (G. Serrano) y que daba la impresión de que “...cada uno hacía la guerra por su cuenta” (Gavilán) siendo finalmente la disciplina y capacidad de mando de García Escámez quien decidiese el resultado.
Volviendo al otro lado de las líneas, Julián Diamante nos narra así la situación:
“...Lo que ocasionaba la perplejidad de Mola era que todos los días a primera hora de la mañana, utilizando automóviles requisados, se trasladaba a la sierra una muchedumbre de milicianos y tomaban posiciones al azar, siguiendo únicamente su capricho, como si se tratase de una partida de caza, con la consecuencia de que cuando el mando enemigo, que tomaba la guerra en serio, emprendía una operación cualquiera, se encontraba con que salían tiros de todas partes y creía hallarse ante un numeroso ejército, cuando en realidad aquello era poco más que una jira campestre, cuyos partícipes se apresuraban a volver a Madrid en cuanto comenzaba a caer la tarde para tener tiempo de presumir un rato en las terrazas de Recoletos o en los cafés dela calle Alcalá y de la Gran Vía”.
Para condimentar aún más si cabe la situación, aparecen en escena los anarquistas:
“...Al anochecer pasaron numerosos autocares cargados de hombres armados hasta los dientes, con grandes patillas de hacha y gorros cuarteleros rojinegros. Era una de aquellas columnas que organizaba por entonces la CNT —creo que se llamaba Columna Del Rosal—cuya disciplina distaba mucho de ser ejemplar. La madrugada siguiente los vimos volver en sentido contrario y luego nos enteramos de lo acontecido. Nada más llegar al Portachuelo, los jefes de grupo se presentaron al General Bernal, con grandes pistolones al cinto, para exigirle que les diese camisas, jamones y otras lindezas para su tropa. El General les contestó: «Mirad muchachos: me he pasado la vida en Marruecos, teniendo que ir a parlamentar con los moros en sus aduares y tomando el té con ellos en sus jaimas, mientras se divertían haciendo sonar los cerrojos de sus fusiles, así que no voy a asustarme ahora por vuestras pistolitas; de modo que podéis volver por donde habéis venido e ir a tomar posiciones a Torrelaguna”.
Pero regresando a Cabanillas, la refriega por el toro, que iba tomando tintes alarmantes, pues podía comprometer seriamente la estabilidad del frente, se intenta resolver, no sin esfuerzo, negociando con los vecinos del pueblo, aceptando el general Bernal el pago de la res y marchando todos tan amigos.
No me resisto a terminar esta historia real, poniendo como broche final la palabra que repetía machaconamente el atribulado sargento republicano de la película La Vaquilla, maravillosamente encarnado por el actor Alfredo Landa:
“Disciplina, disciplina...”.
Cabanillas de la Sierra, escenario de los sucesos que aquí se relatan.
Para dar forma a este relato sehan tomado los testimonios de:
Julián Diamante, De Madrid al Ebro. Mis recuerdos de la Guerra Civil Española. Fundación Ingeniería y Sociedad. Madrid 2011.
Jorge Fernández Coppel, General Gavilán. Memorias. La Esfera de los Libros. Madrid 2005.
Rafael García Serrano, La Fiel Infantería. Ed. Actas. Madrid 2004.